A pesar de los más de sesenta años transcurridos, el recuerdo es tan nítido que bien podría parecer que sucedió hace tan solo unos meses.
Nos conocímos cuando teníamos cinco o seis años. Unas edades en que la percepción del tiempo es alargada, y esperar el paso de los dias un camino sin final.
En nuestra preadolescencia, ya nos considerábamos “viejos amigos” unidos por una relación muy antigua; de toda la vida.
Maxi era el mayor, pronto cumpliría los quince. Era un “as del trompo”.
Enrrollaba la cuerda sobre la peonza hasta dejar solo unos centímetros libres, los sujetaba entre los dedos, levantaba el brazo, y con un veloz movimiento de la mano lanzaba contra el suelo el trompo que comenzaba a girar vertiginosamente, manteniéndose vertical sobre el piso o recorriéndolo en determinada dirección según lo hubiera previsto aquel magnífico lanzador.
Pepín y Eduardo tenían trece años recién cumplidos, en dias diferentes pero del mismo mes. Y yo, poco más.
Pepín era capaz de dar “rodillazos” a una pelota, pasársela a la punta del pie de forma infinita, y cansarnos a todos solo observando aquella extraordinaria habilidad.
No hablemos de Eduardo y sus “canicas”. Disponía en el suelo varias bolas, sujetaba una entre el dedo medio y el pulgar, disparaba; y ganaba a cualquier contrincante.
Y yo… bueno…nunca aprendí a lanzar la peonza con la destreza de Maxi. Tampoco me gustaba jugar a la pelota, o sea que no llegué a darle a una, ni con la rodilla, ni con el pie, ni con ninguna otra parte del cuerpo, tal como lo hacía mi amigo Pepín.
Con las canicas sí jugaba, pero sin ninguna esperanza de ganar a nadie y mucho menos a Eduardo.
En el grupo también había dos niñas de nuestra edad: Charo y Rafi. La nuestra era una relación de amistad. Las manoseábamos, les tocábamos las tetas, y ellas, contentas, nos hacían “pajas” sentados en las últimas filas del cine. Todos participábamos y no teníamos celos porque no éramos novios, solo “amigos”. Fue nuestro despertar a un sexo primerizo.
Sí había algo que practicábamos los cuatro con relativa soltura: nadar.
Íbamos a menudo al club de natación de la calle Trastámara. Como vivíamos en Chapina cruzábamos el puente de tablas y ya estábamos allí.
Sevilla, como siempre a mediados de junio, era un horno.Decidimos hacer “rabona” e irnos a nadar al río.
Habíamos terminado los exámenes y en la escuela no quedaba ninguna actividad, pero las vacaciones no empezaban hasta el final del mes, así que teníamos obligación de ir, llevarnos tebeos para intercambiarlos y leerlos en clase, bajo la vigilancia de la “profe”.
Con aquel plan de estudios, nadie se preocuparía si faltábamos los cuatro.
Cierto que aún sabiendo nadar, el Guadalquivir daba un poco de miedo, sobre todo a mí. No obstante, cerca del puente de Triana conocíamos una zona que formaba un remanso donde casi no había corriente, era nuestro lugar habitual, y allí nos fuimos.
Durante largo rato estuvimos jugando en el agua con una pelota, a pesar de mi torpeza al lanzarla o recogerla.
Todo iba bien, hasta que Eduardo desapareció durante unos momentos. Pensamos que era una de sus bromas, pero no.
Aunque los tres queríamos seguir pensando que estaba escondido entre los juncos, sabíamos que permanecía bajo el agua.
Nerviosos y asustados, hicimos varias zambullidas buscándole, hasta que Maxi lo encontró.
Pepín y yo nadamos hasta el punto donde Maxi gritaba: ¡aquí, aquí!
Nos sumergimos y lo vimos. Eduardo no se movía. Tenía los pies enrredados con unas cuerdas y algo parecido a cañas, no lo veíamos bien.
Intentamos tirar de él, pero no podíamos sacarlo. Recordé que a pie de calle, arriba de la vereda que bajaba hasta el río, unos operarios estaban parcheando la acera. Subí corriendo y les grité: “Por favor, vengan, vengan, nuestro amigo se está ahogando”.
Bajaron todos rápidamente pero solo uno dijo que nadaba bien.
Se quitó los zapatos, y se zambulló sin quitarse la poca ropa que llevaba.
Nadó hasta donde Maxi seguía gritando y señalando.El hombre se sumergió, al rato volvió a salir, tomó aire y otra vez desapareció en el agua. Momentos después vimos que salía nadando con un brazo y con el otro arrastraba a Eduardo. Lo sacó del agua, lo apoyó en el suelo de tierra y comenzó a soplarle en la boca y hacer presiones en el pecho a ver si respondía.
Nosotros tres, nos pusimos a llorar, sin saber qué hacer. El hombre desconocido nos gritó: “que uno suba al bar de la esquina y llame a la casa de socorro”.
Pepin salió corriendo vereda arriba.
Maxi y yo nos miramos desconsolados, sin decirnos nada, mientras veíamos al hombre, que con cara de desesperanza comprobaba que nuestro amigo había fallecido.
Yo nunca había visto una persona muerta, por eso me impresionó tanto observar el rostro extrañamente blanco y con un reflejo azul verdoso.
¡Qué horror! Nuestro querido Eduardito no volvería a jugar ni reír con nosotros.
Al rato aparecieron dos enfermeros con una camilla, se acercaron a comprobar si aún vivía, pero ¡qué va! No había nada que hacer.
Enseguida volvió Pepín, acompañado por dos “grises”.
Uno de los policías nos preguntó cómo había ocurrido, se lo contamos
y nos dijo que no debíamos habernos metido en aquella parte del rio.
Después de haber perdido a Eduardo ¿qué coño nos tenía que decir el policía?
Al final, los enfermeros metieron a nuestro amigo en la ambulancia y se marcharon en dirección al Anatómico Forense.
Los policías dijeron a Maxi que subiera al coche y les acompañara para indicarles el domicilio de Eduardo, y a Pepín y a mí que nos fuéramos a casa. Eso fue todo.
Nada volvió a ser lo mismo. Durante unos dias, aunque volvíamos a reunirnos esporádicamente, hablábamos poco y nos reíamos aún menos. Además, casualmente por aquellos dias mi padre consiguió un piso de alquiler, mayor que el que teníamos. Llevábamos bastante tiempo esperándolo y al final por mediación de un amigo que trabajaba en el Ayuntamiento, pudimos hacernos con él.
A pesar de seguir viviendo en Triana, el piso estaba muy alejado de Chapina. En Septiembre me llevaron a otro colegio y entre una cosa y otra la relación con mis amigos se rompió.
Se puede decir que no volvimos a vernos. Sin embargo nunca he podido olvidar a mi amigo Eduardo y su “carita” del color del mármol.
Un saludo
Angel Denic
