Soy actor, y seguro que me conoces. Sin embargo, hoy voy a interpretar el papel de escritor, narrando una anécdota muy divertida (aunque en su momento no lo fue tanto), de mis primeros tiempos de profesión, incluso anterior a mi primera película, allá por los ochenta.
Hace unos dias asistí a los premios “Goya”, estaba nominado, pero como muchos otros, al final no resulté premiado.
Mientras transcurrían las distintas fases del evento apareció de repente paseando por mi pensamiento el recuerdo de la historia motivo de este relato.
Cuando desperté aquel veintiocho de noviembre estaba feliz, contento e ilusionado. No solo porque era mi cumpleaños sino que además tenía una entrevista muy importante para un posible trabajo que por varias razones lo tenía asegurado casi al cien por cien.
Me levanté, miré por la ventana y tuve un mal presentimiento. Llovía
“a mares” y la casa estaba helada. Encendí la calefacción y tiritando pasé al baño.
Comencé a ducharme y a los pocos minutos, (no sé si te ha pasado alguna vez), pero hay pocas sorpresas más desagradables que se apague el termo cuando estás enjabonado y salga el agua helada.
Eso fue lo que pasó, el viejo artefacto de gas me dejó a medias y tuve que enjuagarme con agua fria. Horrible.
Envuelto en mi albornoz, tratando de entrar en calor, me miré en el espejo y empecé el afeitado.
¡Maldita sea! en un mal gesto con la maquinilla, me había cortado en el filo del labio superior.
La herida, aunque muy pequeña, no paraba de sangrar. Me estaba retrasando y no quería llegar tarde. Coloqué una “tirita”, me vestí y me dispuse a desayunar.
Aún no sé que movimiento hice al mover con la cucharita el tazón de café con leche que se volcó y me empapó hasta los calzoncillos.
Yo que me había vestido de domingo para la entrevista, terminé con unos vulgares tejanos.
En aquella época, mi vestuario era el mínimo imprescindible.
Me di una última mirada en el espejo antes de salir, y casi recé para que no continuaran los problemas en aquel dia que estaba resultando tan fastidioso.
Seguía lloviendo de manera torrencial, me armé de valor y salí a la calle imaginando la dificultad de encontrar un taxi en aquellas condiciones.
Al fin, despues de un buen rato apareció uno libre. Le hice una señal y se acercó al chaflán donde yo esperaba paraguas en mano.
En aquel momento, surgiendo de la nada apareció en el otro chaflán una señora algo mayor, con un bastón en una mano y un paraguas en la otra.
Se dirigió hacia mí y antes de que yo entrara en el taxi me dijo:
– Perdone joven, yo lo he visto antes.
Me quedé sorprendido y le dije.
– Mire señora, no se lo discuto, pero yo lo he parado ¡Oiga!- pregunté al taxista ¿quién le ha parado?
– Usted señor- contestó.
– ¿Lo ve? ya se lo dije.
Me dispuse a entrar al vehículo, pero mi conciencia no me permitía abandonar allí a la señora bajo la lluvia y le pregunté adónde se dirigía.
– A la plaza de Urquinaona.- Respondió.
¡Vaya! pensé, menos mal que algo sale bien.
– ¡Venga!- le dije- suba, la dejaré en la plaza y yo seguiré hasta Correos.
La señora resultó encantadora, estuvimos conversando durante todo el trayecto.
No paraba de llover. Al fin llegamos al cruce de Via Layetana con Fontanella, el taxista detuvo el vehículo.Me apresuré a bajar, a la vez que desplegaba el paraguas para proteger a la señora cuando saliera del taxi.
Salió, dio un paso, apoyó mal el bastón, y… visto y no visto, un patinazo tremendo. La pobre mujer soltó el bastón para no caer hacia atrás y trató de incorporarse. No sé cómo pasó todo.
Yo solté el paraguas y la sujeté por un brazo, creo, pero no lo hice bien y..¡Patapám! la señora cayó de bruces y dio con la cara en el encharcado pavimento de la acera
Mi paraguas salió volando con el viento y fue a dar contra el
parabrisas de uno de los autos que descendían por Layetana; frenó, y los
siguientes fueron chocando unos con otros.
Yo no sabía donde mirar: si a la escena
de”película”en la calzada con los coches atascados, si a la pobre
señora que estaba bocabajo en la acera, o a la avalancha de gente que en un
momento se había arremolinado a nuestro alrededor.
Entre el taxista, que bajó enseguida del coche, un
señor que se detuvo para ayudar, y yo, conseguimos poner en pie a la señora.
¡Dios mio de mi vida! (exclamé interiormente
cuando la vi) aquello no era una cara.
Con la sangre y el agua fangosa del charco donde
había ido a caer tenía un “pastiche”de colores que iba desde el rojo
hasta el negro, pasando por toda la gama de marrones imaginables.
Recuerdo que en aquellos momentos tenía unas
enormes ganas de llorar de impotencia observando el caos que se había organizado
y por otra parte, evocando la comicidad del resbalón, tenía que hacer un gran
esfuerzo para contener la risa y no pecar de insensibilidad.
No cabía un alfiler entre el tumulto. Lo que se
había formado en unos momentos es dificil de narrar.
La calzada llena de vehículos detenidos y con los
cláxones sonando.
En la acera una multitud de gente queriendo
“ayudar”.
No aparecía un policía ni por casualidad.
En aquel tiempo no había móviles y la radio del
taxista no funcionaba.
Pensé que mientras buscábamos un teléfono y venía
una ambulancia, ya habríamos llegado.
Dicho y hecho; como pudimos metimos de nuevo a la
señora en el taxi y salimos a escape.
Aquella mujer era admirable, en lugar de quejarse
trataba de darnos ánimos al taxista y a mí diciéndonos que no le dolía y que no
había sido nada.
¡Joder! que no había sido nada, y yo no quería
mirarla para no desmayarme.
Por un momento pensé en la entrevista que debía tener y la descarté. Supuse que ya no me esperarían, además ¿quién se iba a creer la historia, por muchas explicaciones que diera?
Llegamos al hospital y enseguida la pasaron a “Urgencias”, me dio las gracias por acompañarla y se despidió.
En aquel momento me ofrecí a avisar a alguien de su familia.
Me lo agradeció de nuevo y me dio una tarjeta de su marido.
– ¡Por favor! – me advirtió – tenga cuidado para no asustarle mucho porque está recién operado del corazón .
Mientras esperaba un teléfono libre, pensaba: “a ver que coño le digo al marido de esta señora para que no se asuste, porque tal como va el dia igual se me muere hablando por teléfono”.
Pronto quedó uno libre; introduje unas monedas, miré la tarjeta para ver el número y…( no me lo podía creer), parpadeé varias veces, pero estaba bien claro: Ismael Ruiz de Peñalba. Casi nada. Tenía que hablar con uno de los directores de cine más importantes de España para comunicarle que su esposa estaba en el hospital.
Era un teléfono privado y me contestó él mismo.
Me identifiqué y le expuse el caso con mucha calma (aún no sé de dónde la saqué).
El hombre me lo agradeció y me dijo que salía de inmediato hacia el hospital.
Veinte minutos después lo vi entrar directo al mostrador de recepción.
Reconocí al famoso personaje, me acerqué, me identifiqué de nuevo y le expliqué con detalle lo sucedido, (por suerte no me dio la risa).
El señor Ruiz me dijo: tranquilo, son cosas que pasan, no se pueden evitar.
Se lo agradecí y le dije que si no le molestaba, más tarde telefonearía a su casa para interesarme por su esposa.
El hombre me dio otra tarjeta y se despidió con un apretón de manos.
A primera hora de la noche llamé, y me sorprendió que la propia señora atendiera mi llamada. Al parecer, según me dijo, le habían
hecho varias pruebas y los resultados confirmaron la levedad del accidente. Muy aparatoso pero nada grave, tan solo una herida en la ceja.
En fin, agradeció mis atenciones, lo cual me tranquilizó bastante, teniendo en cuenta que en mi interior me responsabilizaba por no haberla sujetado mejor. Para más alegría, me invitó a tomar café en su casa la tarde siguiente.
!Coño! yo tomando café con los Ruiz de Peñalba, en su casa; no me lo podía creer. Evidentemente fui.
Al dia siguiente cuando entré en aquel fabuloso ático, casi me impresionó más el moratón del ojo de la señora, que la magnífica decoración de aquella casa.
Comenzamos la conversación hablando del accidente. Seguidamente yo les comenté en tono jocoso la serie de inconvenientes que me habían sucedido aquel dia y al final terminamos hablando..¿de qué? pues de cine ¿de qué íbamos a hablar?
Les dije que hacía poco tiempo había terminado mis estudios de actor; les hablé de mi posterior intervención en un par de “cortos” sin mayor importancia, de la búsqueda incesante de nuevos trabajos, etc.
Total, un par de horas de charla amena e interesante.
Cuando me despedía, el señor Ruiz me dio una nueva tarjeta de su oficina y me dijo que casualmente estaba preparando una nueva película para después de navidades y que necesitaría actores noveles para pequeños papeles, no me aseguraba nada, pero sí una prueba.
¿Qué ocurrió? Pues que a veces las cosas salen bien. Pasé la prueba e interpreté un par de escenas.
Como por arte de magia, después de aquello hice otro papel más importante, y otro, y otro. Así empezó todo a salir cada vez mejor, hasta llegar a ser quien soy en el cine actual.
¿Quién me iba a decir aquel dia de perros, que la cosa terminaría así?.
Ni que decir tiene que el éxito se debe (modestia aparte), a la calidad profesional de mi trabajo, al menos, eso creo yo.
Sin embargo, muchas veces ( más de las deseables) me pregunto:
¿Y si aquel dia no se hubiera estampado contra el suelo, la señora Ruiz de Peñalba?
Un saludo
Angel Denic
Cosas de la vida con un gran final,eres un crack😎
¡Muchas gracias por tus palabras! Me alegra saber que mi trabajo ha sido de tu agrado.
¡Un saludo y gracias por tu apoyo!
Angel Denic